17.6.12

Una llama que la abrigó del frío

Caminó las últimas dos cuadras que la separaban de su casa en paz. A pesar de la baja temperatura no tenía frío. La oscuridad de su calle había dejado de asustarla, simplemente se había acostumbrado a ella y la transitaba a paso tranquilo. En realidad, no quería llegar a su casa... No quería estar sola sin nada que hacer.  Puso la llave en la cerradura y la hizo girar lentamente hasta que la puerta cedió. Prendió las luces y tiró su morral en el sofá con desgano. Definitivamente, lo que menos le trasmitía su casa era un sentimiento de "dulce hogar", le resultaba tan vacía desde que él se había ido... Los ambientes eran grandes y él se había llevado muchas de las cosas que los llenaban. La estufa estaba prendida pero sintió más frío que en la calle, la congelaba tanta soledad. En cambio afuera había movimiento, luces, ruido y gente que llenara y ocupara su mente, jamás se sentía sola en la calle.
Se preparó un café con leche y lo tomó en silencio, apoyada en la mesada sin siquiera haberse sacado todo el abrigo que llevaba. Escuchó el ruido del viento que golpeaba en las ventanas y no pudo evitar estremecerse. Bebió de un sorbo el café que le quedaba, apagó las luces, agarró las llaves y volvió a salir sin vacilar ni un instante.
Se sintió mejor a penas estuvo afuera. La noche, seca y cerrada le aportaban esa libertad que necesitaba para alejarse de toda esa madeja de recuerdos que la acechaba entre las paredes de su casa. En la calle el frío le golpeaba la cara y se escurría entre sus pestañas, pero se sentía bien. Se sentía bien hacer algo que la motivara y que no fueran actos que ya hacía por inercia -como dormir o alimentarse- caminaba porque sus piernas estaban decididas a hacerlo, y no por deber. Ella quería estar allí, en ese lugar y en ese momento, y sabía que eso estaba ocurriendo por una razón y no por nada. Caminó varias cuadras con parsimonia, observando su barrio como si fuera la primera vez que lo recorría; nadie caminaba por allí pero igualmente se sentía segura. Llegó a la calle del boulevard -su preferida- y eligió el umbral de una casa antigua para sentarse a ver el tiempo pasar. Varios autos pasaron velozmente haciendo que Emi se estremeciera ante el rugido de los motores. Instintivamente, se llevó las manos a los bolsillos buscando refugio. Se planteó la idea de volver a su casa pero enseguida se dijo que prefería sentir frío afuera que en su propia casa. Repentinamente, una moto subió a la vereda y estacionó en un poste de luz cercano a ella. La conducía una chica, quien se bajó del vehículo y le dedicó una sonrisa cálida a Emi al verla sentada ahí. La joven tocó el timbre en la casa vecina y esperó. Un chico abrió el portón, la besó durante un rato y la hizo pasar. ¿Es que acaso el mundo tenía que refregarle su soledad? Se preguntó Emi mientras paseaba sus ojos sobre la moto. No era una moto ostentosa ni imponente, sino más bien chiquita y medio desvencijada. Se imaginó conduciéndola y le resultó una visión imposible, que le provocó un sentimiento de admiración hacia la dueña de aquel pequeño vehículo. Deseó tener su seguridad y su coraje... "Si te lo proponés, podés hacer lo que quieras" recordó que él le había susurrado al oído alguna vez. Su mente se quedó en blanco por unos segundos mientras sus ojos continuaban fijos en la motocicleta, un pedazo de tela que caía sobre el manubrio captó su atención. Con cierta timidez, Emi se incorporó aventurándose a investigar de cerca. Era una mochila. La sorprendió encontrarla olvidada y pensó que lo más apropiado sería tocar el timbre de la casa de al lado, donde la chica había entrado, y dársela antes de que alguien más la encontrara. Sin embargo, sus ojos se mantuvieron fijos sobre la añeja tela naranja de la mochila, parecía vacía. Emi se atrevió a palpar el género con una seguridad desconocida en sí misma y comprobó que había algo dentro (un cuaderno o un libro, no estaba del todo segura). No sabía por qué pero sentía una irrefrenable necesidad de sacar lo que sea que hubiera dentro de esa mochila, como si solo fuera un impulso que seguir. En su mente se sacudieron el miedo, la ansiedad, la intriga, la vergüenza y la curiosidad. Sin embargo su impulso se sobrepuso y de un momento a otro, Emi tenía un precioso libro negro en sus manos. No se sentía mal con lo que estaba haciendo, de hecho la sonrisa de la dueña de aquella mochila, le daba confianza y seguridad. Acarició la tapa del libro con miedo, contemplándolo para luego abrirlo lentamente, como si algo que la asustara fuera a salir de adentro.
El viento agitaba su bufanda y amenazaba con robarle su gorro de un soplo, pero Emi se mantuvo estática y con los ojos bien abiertos, admirando el dibujo que ocupaba la primera página... Unos lápices acuarelables delineaban una mujer con los brazos desplegados a un cielo de todos colores. Fue pasando las páginas despacio hasta que fue tomando confianza, en su mente se abarrotaban las imágenes, los colores, los trazos y las formas que se dibujaban en el papel. En la calle, el viento se tornaba cada vez más amenazante y frío, pero a Emi le resultaba indiferente, estaba inventando historias para cada una de esas páginas de color.
De repente, escuchó un ruido proveniente del portón y sin pensarlo, dejó caer el  libro y echó a correr. Contradictoriamente consigo misma, Emi no se sintió mal por lo que acababa de hacer, sentía que era un paso que tenía que dar, algo a lo que tenía que llegar y que finalmente había alcanzado, una luz entre tanta oscuridad. Corrió libre y segura hacia su casa, sabiendo que estaba escrito que ella encontrara a aquella chica y a aquel libro ese día. Entró arrebatadamente a su hogar, se sentía motivada por la fuerza de algo desconocido, llena de arte y de su candor... ya no sentía frío cuando se sentó a dibujar.

Julia

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